Raúl Vacas

Licenciado en Ciencias de la Información y Diplomado en Educación Social. Ha publicado varias plaquetes (Confieso que he fumado, El calor de los labios a solas y El imán de la muerte) y los libros Proceso de amor, Al fondo a la derecha y Consumir preferentemente. Raúl desempeña labores de edición, animación y gestión cultural y colabora con diversos medios de comunicación y revistas literarias. En la actualidad coordina e imparte talleres de escritura creativa en colaboración con Centros de Formación del Profesorado e Innovación Educativa (CFIES), Bibliotecas, Academias, Colegios e Institutos. Desde hace un año Raúl dirige, junto a Isabel Castaño, la Escuela de Escritura Creativa “de Vacas y Castaño”, un proyecto didáctico y cultural que pretende fomentar el gusto por la vida en el campo y el uso creativo del tiempo libre. Dicho proyecto cuenta con tres talleres on line en marcha (de creación literaria, haiku y microrrelato) cuyos trabajos son editados y publicados en una colección propia. En dicha colección Raúl ha publicado los libros de haiku Hojas y Jaikulatorias.

Desde hace años Raúl mantiene una actitud crítica con la gestión cultural del Ayuntamiento de Salamanca y de su alcalde Julián Lanzarote. Denunció en numerosas ocasiones el veto ejercido sobre diferentes artistas locales, privados de su derecho a poder trabajar con instituciones culturales dependientes del Ayuntamiento por manifestar públicamente sus ideas y defender causas culturales contrarias a las políticas del consistorio.

Estos son algunos de los textos leídos por Raúl en determinados actos y que le han costado formar parte de la lista negra del Ayuntamiento:


Hace días Canal 4 ponía en evidencia los dobles sentidos de los lemas de campaña del Partido Popular. Pero no sólo han descuidado, desde hace mucho tiempo, sus palabras sino también su imagen. Si paseáis por la Avenida de Villamayor, entre otras muchas de Salamanca, veréis que los reclamos electorales del PP, con Juan Vicente Herrera y Lanzarote sonrientes, están colocados en muchas farolas junto a señales de tráfico que prohíben girar a la derecha.

(Dedicado a Josetxu Morán, Fernando Saldaña, Victorino García Calderón, y a todos los que son o han sido víctimas de alguna forma de censura o lista negra)

En todas las ciudades hay un patio que ver, alguna casa, un niño enfermo, un gran hotel y dos o tres museos. En todas las ciudades hay una calle más, algún depósito, un medallón de Franco, cementerios caros, zonas azules, azafatas que miran con un silencio aéreo.
En todas las ciudades hay turistas, abogados, dictadores, legionarios de Cristo, transeúntes, chatarreros y mujeres sin prisa con los labios rojos.
En todas las ciudades hay borrachos y palomas y balcones con geranios y señoras de luto y culturistas y academias llenas y extranjeros.
Cada ciudad esconde tras de sí otra ciudad muy diferente. Y esa ciudad, de la que viven los cronistas de sucesos, tiene otra historia y otra vida y otros hombres que pagan sus impuestos o sus culpas.
Aquí también hay dos ciudades. La Salamanca culta y limpia de los folletos de turismo. La muy noble, leal, apacible y hospitalaria. La Salamanca blanca. La renaciente maravilla de Unamuno. La que alentaba el corazón de los tenderos y los estudiantes con las muchas industrias de sus gentes y su historia, hija de la imaginación, la magia y la literatura. La del alto soto de Torres. La que vivía del arte y para el arte. La que nació de un sueño.
Y la oculta e impía. La negra. Esa otra ciudad sumergida que se obstina en vivir y morir cada minuto. La que, después de muchas páginas –algunas casi vírgenes en las bibliotecas- decidió olvidar su historia y vivir de las rentas. La que enseña sus escrúpulos y no deja dormir a los que sueñan. La Salamanca del hambre y la miseria, la violencia, el abandono y la incultura. La Salamanca derrotada por el tiempo; la que es mercado de saberes y de encuentros, de sueños urbanizados, de una cultura importada; la que empaña el color de las postales; la vendedora de noches y de piedras; la que calla y otorga. La Salamanca de postín y de fachadas. La del alto soto de grúas. La Salamanca Sociedad Anónima. La de los pueblos fronterizos. La Salamanca de las inmobiliarias. La de los bandos. La de charanga y pandereta, la derruida, la ostentosa, la sucia, la negra.
Aquella otra, la de la copla, era mantenida por cuatro carboneritos de los que entonces llegaban de la sierra con el mineral para ayudar a pobres y estudiantes a vencer el frío La negra, en cambio, se mantiene sola, intacta, ajena a la cultura y al pasado. Lejos de toda pretensión. La Salamanca que impone sus leyes, la que subyuga, la que invita al destierro, la de los medios que consienten, la de los fines ilícitos, la de los pícaros, la de los ciegos, la que censura a quienes la defienden.
Hay ciudades de vivos y de muertos, ciudades con historia y con futuro. Y hay ciudades (adiós, señor alcalde) que aprenderán un día. Ojalá que el 27 sea ese día.




Salamanca no es, o no debiera ser, una postal con vistas, franqueada; ni mucho menos una pancarta con palabras ajenas que no se prestan al propósito popular.
Salamanca es, o debiera ser, mucho más que su pasado. Debiera ser maravillosa y renaciente; blanca como en la canción pero, a pesar del tiempo, su presente y su futuro se resumen, una y otra vez, en palabras, titulares y pancartas que hacen válido el verso de Manrique: “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Dadle un punto de apoyo, y con su ilegítima palanca, Lanzarote moverá las ideas y las voluntades de los salmantinos con su mano siniestra. Esa es la política de nuestro ayuntamiento: la oscura búsqueda de los puntos de apoyo y los favores de los salmantinos a cualquier precio.
Y ese es el sentir, desgraciadamente, de quienes a diario rompen lanzas a favor de Lanzarote; imantados por su beligerante propaganda y el pensamiento único de su partido.
Las pancartas, dice el diccionario de la RAE, son “cartelones de tela o de cartón que se exhiben en reuniones públicas y contienen letreros de grandes caracteres, con lemas, expresiones de deseos colectivos, peticiones, etcétera” Pero la pancarta que ha salpicado de recuerdos y de odios el balcón de la Plaza Mayor no llevaba impresa una petición ni un deseo colectivo, sino la huella del lema con que Unamuno hizo frente a la incultura de la muerte y de la fuerza.
La Plaza Mayor de Salamanca, la misma que hace tan sólo unos meses exhibía con orgullo sus doscientos cincuenta años en la pasarela del mundo, ha lucido otra facha, otro traje.
Inseminar en los carretes y en la memoria de los turistas las medias verdades, es una forma zafia de mostrar una imagen velada de Salamanca y el deseo, reiterado, de no revelar la verdad.
La justicia no distingue vencedores de vencidos. La justicia busca el equilibrio y la ecuanimidad. La justicia ha observado, desde lo alto de la espadaña del Ayuntamiento, las palabras que embadurnaban el balcón, usadas sin derecho ni verdad.
La palabra “ayuntamiento” significa: “juntar, añadir, aunar”, pero el nuestro desune y divide en vencidos y convencidos a salmantinos y catalanes y excava la memoria de los Bandos para hacer un parking.
Salamanca no es el Archivo, ni el Archivo es Salamanca. El Archivo es tan sólo el desván de una memoria que custodia y honra a sus papeles y se olvida de sus dueños y sus muertos, muchos aún por exhumar.
El Archivo no es la imagen de Salamanca, es sólo una postal de la otra Salamanca: la que no enhechiza las voluntades sino los odios. La Salamanca que divide, que confunde, que no ayunta, que se sustenta con los nombres y palabras de los hombres que le dieron nombre. La Salamanca de la Calle Gibraltar que ofendió a la Casa Lis y defendió el Archivo. La de la Calle El Expolio.
Nuestros valores, nuestra historia común y nuestra dignidad no son el lema de una pancarta política, como tampoco las palabras de Unamuno.
La expresión es libre, incluso la de nuestro alcalde, pero la imagen no. Y la imagen de la Plaza Mayor, la imagen de Salamanca, la imagen de Unamuno, la imagen de los salmantinos, nuestra propia imagen es un derecho constitucional convertido en pancarta.
Que cada cual gobierne sus palabras y con sus palabras: “Quod Natura non dat, Salmantica non praestat”.

La noche de los autómatas

Todos, tal y como afirma Umbral, llevamos dentro un antropoide que realiza día a día los mismos movimientos, masculla las mismas ideas y repite los mismos hábitos. Ese automatismo nos aleja del género humano para convertirnos en verdaderos antropoides.
Algunos políticos de Salamanca son un claro ejemplo de antropoides: repiten lo que les dicta su partido, heredan las mismas posturas de sus antecesores y reinciden en cada uno de sus movimientos.
Pero toda política, todo movimiento, tiene su oponente: el humano. Humanos de la marca Fernando Saldaña, Victorino García Calderón o Josetxu Morán, de maravillosa manufactura, pero que, inexplicablemente, son apartados de la escena cultural de la ciudad por la fuerza que ya hemos mencionado: los antropoides.