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Envíanos algún texto o alguna fotografía relacionados con las mordazas, la censura o los alcaldes y lo colgaremos en este espacio destinado a la literatura y al arte: lasmordazas@yahoo.es

Oda a la mordaza

No creo en vos
mordaza
pero voy a decirte
por qué no creo

Tal vez
ahora no digo
no hoy
ni ay

Y sin embargo
igual destapo el verbo
respiro el grito
y armo la blasfemia

Pienso
luego insisto

Hago inventario
de tu alegre pálpito de la miseria
de tu crueldad sin muchas ilusiones
de tu ira lustrada
de tu miedo
porque mordaza
vos
sos muchísimo más que un trapo sucio
sos la mano tembleque que te ayuda
sos el dueño flamante de esa mano
y hasta el dueño canalla de tu dueño

Porque mordaza
sos muchísimo más que un trapo sucio
con gusto a boca libre y a puteada
sos la ley malviviente del sistema
sos la flor bienmuriente de la infamia

Pienso
luego insisto

A tu custodia quedan mis labios apretados
quedan mis incisivos
colmillos
y molares
queda mi lengua
queda mi discurso
pero no queda en cambio mi garganta

En mi garganta empiezo
por lo pronto
a ser libre
a veces trago la saliva amarga
pero no trago mi rencor sagrado

Mordaza bárbara
mordaza ingenua
crees que no voy a hablar
pero sí hablo
solamente con ser
y con estar

Pienso
luego insisto

Qué me importa callar
si hablamos todos
por todas partes las paredes
y por todos los signos
qué me importa callar
si ya sabés
oscura
qué me importa callar
si ya sabés
mordaza
lo que voy a decirte
porquería.

Mario Benedetti


Un día de éstos

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
—Papá.
—Qué
—Dice el alcalde que si le sacas una muela.
—Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
—Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
—Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
—Papá.
—Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
—Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
—Bueno —dijo—. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
—Siéntese.
—Buenos días —dijo el alcalde.
—Buenos —dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.
—Tiene que ser sin anestesia —dijo.
—¿Por qué?
—Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
—Esta bien —dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:
—Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
—Séquese las lágrimas —dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese —dijo— y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
—Me pasa la cuenta -dijo.
—¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:
—Es la misma vaina.

Gabriel García Márquez
Los funerales de la Mamá Grande (1962)



POESÍA SOCIEDAD LIMITADA

Poema-documental

A prepara una antología. Me pide una poética
para que diga lo que piense. Digo lo que pienso.
Después de unos días me escribe (corrijo
las faltas de ortografía): "Querido Martín,
leo estos días tu poética y veo algunos puntos
para señalarte: te metes con B,
con C, con D, con E y hasta conmigo.
He suprimido esas partes con mucha delicadeza,
apenas se nota, y no afectan al texto".
Le digo a A: No acepto censuras, retira
mi texto. Mientras tanto, A llama a F
para contarle lo que pasa, y F le dice:
eso es censura, debes publicarlo como está.
Entonces A llama a B y le dice:
"Me ha dicho F que publique esto contra ti",
y a mí me escribe: "Que sepas que es G
quien me ha dicho que te diga esto" (G
tiene mucho poder en este mundillo nuestro
de sobras). H me dice: "Te has pasado
de generoso diciendo que B es la Paris Hilton
de la poesía española, lo que en realidad es
es la Norma Duval". Pues a mí, pese a todo,
sus primeros libros me parecen muy buenos,
le digo. "No los he leído", me responde H.
"Me voy, por cierto: he quedado a cenar
con él, que está preparando una antología".
I me pregunta qué opino de la poesía de su mentor,
el famoso G. Yo le digo que la aprecio con reparos.
Él está claro que no, pero prefiere decírmelo a mí
antes que a él. J me manda un sms: "A se va
a enfadar mucho, deberías publicar una rectificación".
K me llama para decirme: "A mí me ha pedido
que cambie mi poética, y ahora va diciendo por ahí
que me ha obligado a rectificar". Pero no se retira
de la antología de marras: traga, "me interesa", dice.
L, a quien no conozco de nada, me envía un mail
llamándome "mala persona". Será que no he entendido
nada, que ser buena persona es comportarse bien,
no molestar a nadie, no llamar Mierda a la Mierda,
ni Mentira a la Mentira, ni Censor al Censor.
Será que la Mierda, la Mentira y el Censor están bien,
y es de malas personas denunciar y limpiar,
lo apropiado es callar y aprender a convivir
con la basura, ella no tiene la culpa de serlo.

¿Qué gloria tan rara buscarán
A, B, C, D y el resto del alfabeto? ¿Un premio
nacional, una fundación con su nombre, un Nobel?
Qué formas tan raras de felicidad. Pensar una cosa
y decir otra para conseguir un pequeño ascenso
en el escalafón de los cojos. Eso era, muchachos,
la poesía, aprendedlo de una vez: el objetivo
no es aprender a vivir mejor, es conseguir la llave
de oro de la Fundación Con Mi Nombre en Mi Pueblo.
Y en posdata os paso la nueva definición de "Respeto":
La Mierda, La Mentira y el Censor tienen derecho a serlo.

Martín López-Vega
(Inédito)



Jaime de cristal

En una lejana ciudad nació en cierta ocasión un niño que era transparente. Se podía ver a través de sus miembros como se ve a través del aire y del agua. Era de carne y hueso y parecía de vidrio, y si se caía no se rompía en mil pedazos, sino que, como máximo, se hacía un chichón transparente en la frente.

Se veía latir su corazón y se veían sus pensamientos, inquietos como los peces de colores en su pecera.

Una vez el niño dijo una mentira, por equivocación, y la gente vio inmediatamente algo como una bolita de fuego a través de su frente; dijo la verdad, y la bolita de fuego desapareció. Durante el resto de su vida no volvió a decir mentiras.

En otra ocasión, un amigo le confió un secreto y todos vieron inmediatamente algo como una bolita negra que giraba ininterrumpidamente dentro de su pecho, y el secreto dejó de serlo.

El niño creció, se hizo un muchachote, luego un hombre, y todos podían leer sus pensamientos, y cuando se le hacía una pregunta adivinaban su respuesta antes de que abriera la boca.

Se llamaba Jaime, pero la gente le llamaba Jaime de Cristal, y lo apreciaban por su lealtad, y a su lado todos se volvían ambles.

Desgraciadamente, un día subió al gobierno de aquel país un feroz dictador y comenzó entonces un periodo de opresiones, de injusticias y de miseria para el pueblo. El que osaba protestar desaparecía sin dejar huella. El que se rebelaba era fusilado. Los pobres eran perseguidos, humillados y ofendidos de cien maneras.

La gente callaba y aguantaba, temerosa de las consecuencias.

Pero Jaime no podía callar. Aunque no abriese la boca, sus pensamientos hablaban por el: era transparente y todos leían en su frente sus pensamientos de desdén y de condena a las injusticias y violencias del tirano. Luego, a escondidas, la gente comentaba los pensamientos de Jaime y así renacía en ellos la esperanza.

El tirano hizo detener a Jaime de Cristal y ordenó que lo encerraran en la más oscura de las prisiones.

Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Las paredes de la celda en que había sido encerrado Jaime se volvieron transparentes, y luego también las paredes del edificio, y finalmente también los muros exteriores de la prisión. La gente que pasaba cerca de la cárcel veía a Jaime sentado en su taburete, como si la prisión fuese también de cristal, y continuaba leyendo sus pensamientos. Por la noche la prisión esparcía a su alrededor una gran luminosidad y el tirano hacía cerrar todas las cortinas de su palacio para no verla, pero ni así conseguía dormir. Incluso estando encarcelado, Jaime de Cristal era más poderoso que él, porque la verdad es más poderosa que cualquier otra cosa, más luminosa que el día, más terrible que un huracán.

Gianni Rodari